Toledo, al este; la penillanura
trujillano-cacereña, al oeste. Por el norte, el Tajo; y al sur, el
Guadiana. Bajo estas coordenadas se enmarca el Geoparque Villuercas Ibores Jara. La historia geológica de la Península Ibérica
cercada por retamas, encinas y pinos. Buitres leonados anidan en peñas
cuarcitosas y riscos. Halcones peregrinos vuelan por encima de un
regimiento de olivos, que forman filas sobre el suelo ondulado como
haciendo equilibrios. La flor de la jara ya ha salido. El viento
arrastra consigo el aroma a romero y tomillo, que luego perfumará los
guisos de ternera retinto.
Sin embargo, apenas unos millones de
años atrás, el paisaje cacereño era bien distinto. Los hijos de las
pedreras lo recuerdan como si hubieran nacido cuando Extremadura era un fondo marino. En el Terciario, sin ir más lejos, el Campo de Arañuelo era un lago tectónico, que luego se fue rellenando con los sedimentos areno-arcillosos provenientes de los Montes de Toledo y de Gredos.
Allí en el horizonte los vemos, con sus crestas trapeadas por la nieve
recién caída del pasado fin de semana. Quién me lo iba a decir, que a
finales de abril, cuando las abejas ya se preparaban para empezar a
recolectar néctar, una nueva glaciación las retendría en su colmena. ¡Y
mi abrigo en la maleta…!
Estamos apeados a un lado de la carretera, la que nos llevará hasta Guadalupe en cómodo peregrinaje por el Geoparque de Villuercas. Primera parada…
La curia romana de Augustobriga
Es la puerta de entrada al Parque. Aunque todavía no hay ningún cartel junto a las ruinas que nos dé la bienvenida en Augustobriga.
Las columnatas y el basamento de un par de templos del siglo I es lo
único que sobrevivió a la brutal erosión que el asentamiento sufrió
cuando, en 1963, Talavera la Vieja quedó inundada por el embalse de Valdecañas.
Les llaman mármoles; pero, en realidad, las rocas del edifico son de
granito. Un grafitero, sin ningún respeto, ha dejado su huella en el
monumento.
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Foto: Emiliano Entenza. |
Las termas, el acueducto y parte de la
calzada que conectaba Emérita Augusta con la desafortunada villa
lusitana continúan debajo del agua. Quincalla que no estaba catalogada
como Bien de Interés Cultural, motivo por el cual la Compañía
Hidroeléctrica Española no la tuvo que rescatar… En cuanto hay sequía y
asoman los restos, los antiguos colonos acuden aún hoy al cementerio
para visitar a sus muertos. Apesadumbrados, señalan una isla con el
dedo. Está urbanizada con viviendas de alto standing para jubilados
madrileños. Es la Marbella extremeña: hotel de cuatro estrellas con
campo de golf, piscinas, instalaciones deportivas, una playa artificial
y, por ahora, 185 villas construidas. Todo ello edificado de forma
ilegal, según la última sentencia judicial.
Pero el complejo turístico no forma parte del Geoparque, y el aire que
sopla en el pantano no es agradable… Subimos al autobús y proseguimos el
viaje.
En este momento hay 19 pueblos
integrados dentro del Parque, mientras que municipios como el de Bohonal
de Ibor ni entran ni salen: están expectantes, quieren comprobar cómo
les funciona la propuesta a sus semejantes. La idea es que los lugareños
recuperen sus negocios tradicionales –bodegas, queserías, tiendas de
artesanía, restaurantes…– y así revitalizar una de las zonas más
deprimidas de la comunidad. Algo parecido a lo que hizo Alfonso VI hace
diez siglos, repoblando el área con ganaderos, meleros y colmeneros
cuando los sarracenos se fueron.
La cueva de Castañar de Ibor
Por el borde del sendero pasea un grupo
de abuelos. Bastón, boina y camisa a cuadros: el uniforme es el mismo
que cuando araban el campo con caballerizas en vez de pesticidas.
Cualquiera de ellos podría ser el payés que en 1967 se topó por
casualidad con la cueva de Castañar. Estaba labrando en
un olivar cuando los cuartos traseros de su animal se hundieron con el
arado en el conglomerado ediacárico. Y allí, a nueve metros bajo el
suelo, se encontró con un espectacular bosque de minerales, donde
abundantes cantidades de espeleotemas brotaban cual flores cristalinas
sobre la arcilla. Imaginamos que el paisano se fue derecho al bar del
pueblo a contar su descubrimiento, pero ninguna institución prestó
atención al agujero hasta que, en 1997, la gruta fue declarada Monumento
Natural mediante decreto.
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Foto: Emiliano Entenza. |
Durante 30 años, sólo se ocuparon de la cueva kárstica
los expoliadores que clandestinamente se adentraban en el laberinto
para llevarse como tesoro fragmentos de aragonito, sin saber, ignorantes
ellos, que una vez en el exterior, su albura se marchitaría
convirtiéndose en calcita. Es lo que ocurre cuando los prismas de
carbonato dejan de estar a una temperatura de 17 grados y a un 100% de
humedad. Condiciones que se alteran cada vez que alguien entra en la
caverna. Al principio, 20 personas diarias eran las privilegiadas que
podían contemplar gours y árboles de cristal con 360.000 años
de antigüedad. Un espectáculo subterráneo cuya belleza, ahora, sólo
podemos apreciar a través de un documental proyectado en el Centro de Interpretación de Castañar de Ibor,
pues, desde que una turista vomitó en la cueva, los únicos que se
adentran en ella son los del CSIC para limpiar y recoger muestras.
Llevan desde 2008 en cuarentena, con una lista de 3.600 personas
ansiosas por ver estalactitas en espera. Vista la cola que hay, y que lo
de abrir la cueva al público la Junta de Extremadura se lo toma con
tranquilidad, nos vamos a otro geositio donde ni hongos ni bacterias nos
impidan pasar.
Real Monasterio de Guadalupe
Dicen que no sería de extrañar que un
simpático jabalí se lanzase a la vía para saludar. Más tímidas son las
cigüeñas negras, que cada vez más prefieren los plácidos bosques de las Villuercas al masificado Parque Nacional de Monfragüe.
Hay águilas imperiales, gamos, corzos, muflones, cabras –eso dicen las
guías, yo sólo he visto ovejas amodorradas y gallinas–… Y en tiempos de
Alfonso XI, ¡hasta osos había! Por aquí venía el monarca de caza cuando
no estaba reconquistando España. Una zona desértica donde poco más que
fieras se exhibían. Era necesaria una sacra campaña de marketing para
atraer cristianos viejos a la comarca. Y así fue cómo, un buen día, la
virgen se le apareció a un pastor y una vaca resucitó gracias a su
divina intervención. El rumor del milagro se extendió, y Guadalupe se convirtió en el centro por antonomasia de peregrinación.
Entre sus más fervorosos devotos: los Reyes Católicos. Venían para
agradecerle a la virgen sus celestiales hazañas –sin ella no hubiera
sido posible tomar Granada–, para reunirse con Cristóbal Colón y para
descansar con los jerónimos de la vida mundana. Dicen que doña Isabel se
alojó en este monumental convento hasta 23 veces. Nosotros podemos
hacer igual si nos apetece y, por 50 euros la noche, visitar gratis este
Patrimonio de la Humanidad, incluidos los cuadros de Goya, de El Greco y de Zurbarán.
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Foto: Emiliano Entenza. |
Lo cierto es que se asemeja más a un
castillo que a una iglesia o una casa profesa… Nos humillamos ante su
inmensidad desde la sierra de Altamira, en el templete mudéjar donde
peregrinos y cautivos redimidos rezaban en penitencia antes de llegar a
la Puebla. Nosotros, no obstante, nos tenemos que alejar de la ermita,
porque, a día de hoy, desde el humilladero, un bosquecillo nos tapa la
vista. Las tejas de arcilla cocida y la mampostería del monasterio
brillan… Y eso que no son más que cuarcitas y pizarras precámbricas, las
mismas que se utilizaron para levantar las montañas más antiguas de España.
Los Apalaches extremeños
El pico más alto del Geoparque es el risco de La Villuerca.
Algo menos de 1.600 metros desde que rebajaron su cima para construir
un helipuerto. Una erosión ínfima si la comparamos con las sufridas
después de las sacudidas herciniana y alpina. Orogénesis que dieron
lugar a un relieve muy singular, conocido popularmente como apalachense,
haciendo referencia a la cordillera de Norteamérica, aquella con la que
estuvimos unidos hace unas eras. ¡Qué tiempos aquellos!, ¿recuerdan?
Cuando gringos, europeos y norteafricanos no nos peleábamos por una roca
y éramos capaces de compartir toda una cadena montañosa, desde los
Atlas hasta los montes Apalaches, pasando por los sinclinales y anticlinales de Las Villuercas,
la Bretaña, Escandinavia, las islas Británicas y Groenlandia. Ahora,
con el Atlántico de por medio, sus sendas se conectan de nuevo a través
del International Appalachian Trail. En España, la
geóloga Ruth Hernández empezó a señalizar el camino en 2010. Pasa por
pueblos medievales y antiguas vías romanas, y eso a los senderistas
norteamericanos les encanta, pues es algo que a sus Apalaches, por
razones históricas, les falta.
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Foto: Emiliano Estenza. |
También es único del Geoparque de
Villuercas Ibores Jara fósiles que, incrustados en pizarras y lutitas,
sólo se pueden encontrar aquí, en Namibia y en China; por eso resulta
tentador para los coleccionistas meterse algún que otro trilobites en la mochila, y por eso se han dejado de publicitar los yacimientos donde estas reliquias paleozoicas se localizan.
Forman parte de la historia; de las
epopeyas, mitos y leyendas que se cuelan entre los repliegues de estas
cordilleras. Montañas azules, las llaman, aunque debajo de su fronda
garza se oculten cumbres de “plata y aljófar”, que escribía Góngora.
Detrás de la raña de las Mesillas, se disfrazan de zarca la sierra de
Viejas y el pico de La Villuerca. Miles de millones de años se alejan
dando tumbos por la carretera. Cerros, fallas, berrocales y canchos.
Continuarán allí cuando, por la A-5 hacia a Madrid, nos extingamos.
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