miércoles, 11 de mayo de 2016

"En la inauguración de la Fuente de los Geólogos", por Hernández-Pacheco. [Post de D. Julio Lozano Lozano]

Nuestro buen amigo, D. Julio Lozano, nos ha hecho llegar el artículo publicado en el número 61 del Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, del año 1932.

Reproducimos la introducción de D. Julio Lozano, así como el texto del discurso pronunciado por D. Eduardo Herández-Pacheco.

Las imágenes y los retratos de De Prado, Macpherson, Calderón y Quiroga están tomados de Internet. Nos hemos permitido intercalarlos en el discurso para amenizar el texto.

Introducción de D. Julio Lozano:

Discurso de Eduardo Hdez-Pacheco en el acto de inauguración de “La fuente de los Geólogos” (Junio de 1932) 

“La fuente de los Geólogos”, situada en el Puerto de Navacerrada, fue diseñada por Joaquín Delgado Ubeda, arquitecto, alpinista y miembro de la Institución Libre de Enseñanza. Fue erigida como homenaje a cuatro insignes geólogos que habían estudiado la Sierra de Guadarrama y que habían sido pioneros en el estudio de la Geología: Casiano de Prado, José Macpherson, Salvador Calderón y Francisco Quiroga.

La Fuente de los Geólogos (junio de 1932), como La Peña del Arcipreste de Hita (noviembre de 1930), fueron declarados Monumentos Naturales y respondían a las reivindicaciones de Eduardo Hdez.-Pacheco de proteger la Naturaleza y de declarar no sólo Parques Nacionales sino también Sitios Naturales de Interés Nacional (espacios protegidos representativos de la variedad natural de España) y Monumentos Naturales (árboles, roquedos, grutas, o parajes de belleza extraordinaria). 

En esos momentos, junio de 1932, E. Hdez.-Pacheco era vicepresidente de la Comisaria de Parques Nacionales y Delegado de Sitios Naturales; había declarado sus simpatías por la 2ª República y, al desempeñar cargos con responsabilidad política, podía poner en práctica sus ideas conservacionistas y medioambientales. 

E. Hdez.-Pacheco (discípulo de Macpherson, Calderón y Quiroga) en el acto de la inauguración de La Fuente de los Geólogos, pronunció un discurso ensalzando la labor de los cuatro geólogos y del arquitecto que diseñó el monumento conmemorativo. El acto estuvo presidido por el Presidente de las Cortes Constituyentes, el socialista Julián Besteiro. 

Reproducimos el citado discurso de Hdez-Pacheco que fue publicado en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza (B.I.L.E), tomo LVI, p.220-225. 1932.


EN LA INAUGURACIÓN DE LA “FUENTE DE LOS GEÓLOGOS”


Palabras de D. Eduardo Hernández Pacheco

Catedrático de la Facultad de Ciencias 
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Señores representantes del Gobierno de la República;
Señoras y Señores:

El acto de hoy es el segundo que realizamos en la Sierra de Guadarrama, centro de la montañosa Hispania, adonde venimos, en función de reverencia y de homenaje, a dedicar un grato recuerdo a la memoria de hombres ilustres que en estos bellos parajes sintieron hondamente el amor de la Naturaleza, y que al manifestarlo en sus escritos crearon ciencia y alegría y fueron sembradores de paz y de cultura. 
Hace año y medio consagramos como monumento natural en honor al Arcipreste de Hita un bello canchal de graníticas piedras caballeras, junto al que brota clara fuente de frescas aguas, rodeado de balsámico ­matorral serrano y de retorcidos y añosos pinos. 
Seiscientos años hacia que el admirable ­autor del Libro del Buen Amor, de cuerpo sano y fuerte, corazón alegre y cerebro fecundo, descanso en la majada de Aldara, la pastora serrana, y contemplo desde la divisoria del puerto, donde el monumento natural se eleva, la ancha Castilla, corazón de la España generosa y fecunda, madre creadora de múltiples naciones que tienen como más fuerte lazo de unión el idioma el idioma en el que cantó sus serranillas el jocundo poeta del S.XIV. 
Es a la memoria de hombres de los tiempos modernos a quienes rendimos hoy homenaje al inaugurar este sencillo que tan admirablemente armoniza con el paisaje, en este espléndido bosque de la olímpica montaña castellana y que tan acertadamente simboliza, sin pretenciosas alegorías arquitectónicas ni escultóricas, el limpio espíritu, la labor fructífera, la ciencia fecunda y el amor a la Naturaleza de estos cuatro ­sembradores de cultura y de progreso científico, que cumplieron tan dignamente su misión en la vida, con serenidad y con constancia, y, cuando fue preciso, con firmeza y con energía; puesto el rumbo de su espíritu hacia ideales de paz, de ciencia y de libertad. Dispensad si manifiesto mi emoción, pues ­os hablo de mis maestros y del maestro de mis maestros en la ciencia que, siguiendo sus huellas, modestamente cultivo. 
Los cuatro fueron geólogos y geógrafos, cultivadores intensivos de estas ciencias la Naturaleza, que se hacen tanto en las campiñas y en las montañas como en los laboratorios y en las bibliotecas. 
Los cuatro fueron exploradores y descubridores de la constitución geológica y geográfica de la Península Hispánica, de esta amada tierra nuestra, que debemos considerar como un minúsculo continente, porque en el conjunto de sus diversas regiones se integra la variedad de climas, de topografía y de producciones naturales, que, en los extensos continentes del Planeta, compone sus distintos países y naciones. Tierra Hespérica, centro de la faz de la tierra, situada en el extremo occidental de la Eurasia, la más avanzada hacia el continente americano, por los hespéricos descubierto, explorado y civilizado. Península situada entre la culta Europa y la prometedora Africa y entre el Mediterráneo, el viejo camino de las civilizaciones protohistóricas, y el Atlán­tico, la nueva vía de las civilizaciones modernas. Venimos a honrar hoy la grata memoria de sabios devotos de Gea, diosa resplandeciente y venerable, madre de todos y de todo. Y les rendimos nuestro homenaje, porque con su callada y noble labor asentaron los primeros jalones del conocimiento de Geología y de la Geografía física de nuestra España y, como consecuencia, el de la naturaleza de nuestro país, base del de su agricultura, de su economía y de su política.

No fueron hombres alentados y favoreci­dos por la protección oficial, ni brillaron conocidos por las muchedumbres, sino trabajadores austeros, cuya labor fue apreciada por el escogido núcleo de los intelectuales de todos los países. En el medio social indiferente y en el ambiente oficial de la época borbónica del S. XIX vivieron estos hombres de trabajo y de ideal excelso. Gracias a ellos, la débil luz del conocimiento de la gea hispánica no se apagó totalmente en nuestro país; siendo sus estudios y descubrimientos casi los únicos que traspasaron las fronteras nacionales y fueron recogidos por los sabios extraños para figurar en el acervo de la ciencia geológica universal.

Pero no fue tan sólo por su ciencia por lo que se hicieron dignos de que elevemos hoy este sencillo monumento a la memoria de su vida ejemplar, sino que sintieron con intensidad el santo y apacible amor a la Naturaleza, engendrador de la alegría y del sentimiento de libertad, pues en los escritos de estos hombres venerables, entre la prosa austera del relato científico, brillan frecuentemente destellos de entusiasmo, producidos por el espectáculo de los espléndidos panoramas y de los excelsos paisajes, y brota contenido, el amor a la patria y a la libertad, al modo de los rayos luminosos que se escapan por los resquicios de escondida ca­baña en el bosque, guiando al caminante en la oscuridad de la noche al deseado asilo donde luce acogedora la luz de la justicia y de la tolerancia. 
Por esto, al ensalzar la memoria de tales hombres ilustres, que trabajaron y lucharon, fuertes y animosos, por la ciencia y por la libertad, en un medio hostil o indi­ferente, ensalzamos al Trabajo, a la Cien­cia y a la Libertad, y proclamamos la gran valía del amor a la Naturaleza hispana, en­gendrador de noble y sano patriotismo. 
Las biografías de estos hombres, aun re­ducidas a datos esquemáticos y sintéticos, demuestran cuán justificado está el homena­je que se hace a su memoria.

Casiano de Prado nació en Galicia, en 1797. De acendradas ideas liberales, fue por ellas, en su juventud, cruelmente perseguido, sufriendo riguroso encierro en las cár­celes de la Inquisición, restaurada en los tiempos del inicuo Fernando VII. 
Cursó la carrera de ingeniero de minas, en cuya profesión desempeñó cargos téc­nicos del mayor interés nacional, consiguiendo con su acertada y sabia gestión re­organizar y encauzar la explotación de las minas de Almadén, Riotinto y de otras va­rias, y que constituyesen fuentes importantes de ingresos para el erario público. 
Prado fue el principal promotor y el más intenso investigador, en su época, de los estudios geológicos de España. Su descrip­ción y mapa geológico de la provincia de Madrid, impresos en 1864, siguen siendo la obra fundamental y más importante res­pecto a las comarcas que él estudió. 
Contemporáneo de Boucher de Perthes, de Lartet y de Mortillet, que iniciaron en Fran­cia los descubrimientos relativos a la Edad de Piedra, Prado, en España, realizó aná­logos descubrimientos en las terrazas flu­viales del Manzanares, y desde entonces, el yacimiento de San Isidro constituye una de las estaciones clásicas, de renombre univer­sal, en lo referente a la industria lítica del hombre primitivo, y a las faunas fósi­les, contemporáneas de los remotos antece­sores de la Humanidad. 
Investigador incansable y entusiasta del solar patrio, cayó como soldado de paz y de progreso, falleciendo en 1866 a conse­cuencia de una enfermedad contraída en una de sus expediciones.

José Macpherson nació en Cádiz, en 1839, de padre escocés y madre gaditana, y en su carácter se unía la genialidad y viveza an­daluza con la ecuanimidad y perseverancia británica. 
Con posición económica desahogada desde su nacimiento, y sin necesidad de labrarse un porvenir, no siguió carrera universitaria ni obtuvo título académico alguno, siendo su instrucción orientada libremente hacia una sólida cultura, primero, y más tarde, siguiendo en Francia y en Suiza las ense­ñanzas de los grandes maestros de las Cien­cias de la Naturaleza, y en especial de la Geología.

Adquirida la base de su cultura, Macpher­son regresó a España y formó en el selecto núcleo de la Institución Libre de Enseñan­za, en donde fue profesor y una de las figu­ras más eminentes. 
Sabio de renombre universal, no quiso atender las proposiciones que reiteradamen­te se le hicieron por las corporaciones cien­tíficas más distinguidas de Francia y de In­glaterra, prefiriendo laborar en España y crear ciencia española; publicando casi ín­tegra su producción científica en las Actas y Anales de la Sociedad Española de His­toria Natural, entonces naciente y despro­vista de protección oficial alguna. 
Se iniciaban en aquellos tiempos en el campo de las ciencias geológicas dos proble­mas del más alto interés: el del estudio mi­croscópico de las rocas y el de la arquitec­tura del Globo, y, gracias a Macpherson, España figuró al compás de los otros pue­blos cultos en la investigación respecto a Petrografía y a Geotectónica. 
Macpherson rindió la jornada de su vida fecunda en 1902, y sus restos yacen en La Granja, en la Sierra Carpetana, que él ha­bía estudiado tan amorosa e intensamente.

Salvador Calderón nació en Madrid, en 1851, transcurriendo su vida entre las penu­rias que la España borbónica de la segunda mitad del siglo XIX hizo sufrir intensamente a maestros y profesores. 
Catedrático de Historia Natural en Canarias, se dedicaba al estudio de la ciencia geológica en aquel archipiélago volcánico, donde los grandes maestros en la cíencia de la Tierra Humboldt, Leopoldo de Buch habían investigado. Entregado a esta labor estaba el joven profesor, cuando en 1875, Orovio, ministro de la Restauración alfonsina publicó su famosa disposición por la que se obligaba al profesorado oficial a reconocer al nuevo régimen y a y a supeditar las enseñanzas y opiniones científicas expuestas en la cátedra a la inspección y decisiones de los obispos. Calderón, valientemente, se negó a tal atropello a la dignidad humana y a la libertad de cátedra, y, destituido de su modesto cargo docente, se ausentó de España, marchando a París, Suiza y Viena, donde amplió sus estudios y se ganaba penosamente la vida.

Por influjos de D. Nicolás Salmerón marchó a América Central, contratado como ­profesor por el Gobierno de Nicaragua. Allí, el naturalista español tenía ante sí vasto campo de estudios. Exploró la grandiosa selva del San Juan, reconoció los ingentes volcanes andinos del Momotornbo y del Masaya, estudió los grandes lagos nicaragüen­ses, y, en unión de otros compatriotas, fundó en la ciudad de León el llamado Instituto de Occidente. 
Pero una revolución, promovida por elementos reaccionarios, se produjo en el país; las turbas, un día, a los absurdos gritos de El hecho más saliente de la corta vida abajo el Gabinete de Química, fuera los Profesores, mueran los liberales, asaltaron el Instituto, y Calderón, con su joven esposa, tuvo que huir, y, ganando la costa oriental en un velero que zarpaba, regresó a ­Europa. 
Vuelto a España, Calderón obtuvo, por ­oposición, la cátedra de Mineralogía y Geologia de la Universidad de Sevilla; pasó después a la Universidad Central, y vivió consagrado exclusivamente a sus estudios y a la producción científica. 
Fue el más fecundo de los geólogos españoles de su tiempo, y entre otras muchas publicaciones suyas destaca su célebre obra Los Minerales de España, base fundamental de la Mineralogia de nuestro país, publicada poco antes de su muerte, acaecida en 1911.

Francisco Quiroga nació en Aranjuez, en 1853. Su breve vida, pues murió a los 41 años de edad, en 1894, es la del hombre laborioso, modesto y sabio, entregado de lleno a la investigación científica y al estudio. Fué Doctor en Ciencias Físico-Químicas, en Farmacia y en Ciencias Naturales. 
Con base sólida, se hizo distinguido mineralista y petrógrafo. Fue el primer catedrático de Cristalografía de la Universi­dad Central, realizando en el Museo de His­toria Natural importantísima labor, alcanzando gran autoridad en cuestiones de mineralogía microscópica.
Pero donde las dotes de excelente maestro se manifestaron más en Quiroga fue como profesor de la Institución Libre de Ense­ñanza. De sus excursiones por diversas co­marcas de España, con los alumnos de este Centro, germinador de la cultura patria, o con los de la Universidad, guardamos gra­tísimo recuerdo los que tuvimos la suerte de que nos guiase por los bellos parajes de esta hermosa sierra Carpetana, cuando aun era desconocida de los madrileños, salvo contadas excepciones; cuando los pueblos serranos conservaban intacto su rústico ca­rácter y en las serenas cumbres y en los altos collados tan sólo algunas distanciadas majadas de merinas trashuman es señalaban, en la estación estival, la presencia del hombre.

El hecho más saliente de la corta vida científica de Quiroga fue su atrevida ex­pedición, en 1886, al Sahara occidental, en­tonces desconocido, exploran lo la penín­sula de Río de Oro y realizan o en el inte­rior del desierto un recorrido de 426 kiló­metros; itinerario que, como única fuente de conocimientos geográficos el inhospita­lario y rudo país, figuró cm ante muchos años en los mapas y atlas más detallados y completos. 
Ninguno de los tres eximios españoles: Macpherson, Calderón y Quiroga, recibieron recompensa ni honor alguno concedido a sus grandes méritos por el Estado o las Corporaciones oficiales; ni tan siquiera la entonces Real Academia de Ciencias les llamó a su seno; honor que ellos hubieran agradecido mucho, aun siendo de notoria justicia, pero que ni se les otorgó ni ellos solicitaron. Por esto el acto de hoy tiene, no sólo cl carácter de exaltación de sus méritos, sino también el de reivindicatorio.

El arquitecto Delgado Ubeda, que a su exquisito arte y mucha ciencia une el ser gran amante de la Naturaleza e intrépido montañero, es el autor de este sencillo y bello monumento, en el que ha sabido com­binar armoniosamente, en elegante conjun­to arquitectónico, el arco, esbelto y fuerte, la fuente, bienhechora, y el banco, grato y apacible; hermoso simbolismo de las cualidades espirituales y morales que tuvieron los hombres venerables a cuya grata me­moria se eleva el monumento. 
En recuerdo de tan eximios ciudadanos, denominamos a esta fuente Fuente de los Geólogos, que brota en el corazón de la sierra Carpetana, por ellos estudiada; junto a las altas divisorias de los dos ríos caudales castellanos: Duero y Tajo; en medio de este espléndido bosque de recios y aro­máticos pinos; frente a la bella y fuerte montaña de Siete Picos, coronada de abrup­tos canchales graníticos, y en el corazón de la vieja cordillera Castellano-Lusitana, que une a ambas Castillas y enlaza a las dos naciones hespéricas. Cordillera a la que Mac­pherson denomina, con frase gráfica, “co­lumna vertebral de la Península Hispánica”.



En el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza
(B.I.L.E) ,1932. Tomo LVI, p.220-225

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