viernes, 9 de noviembre de 2012

"La casa del wolframio se la comió la maleza" (noticia de ABC.es, de 21-08-2012).

En el periódico digital ABC.es se publicó esta noticia de Alfonso Armada, con fotografías de Corina Arranz, relacionada con la minería de wolframio en la comarca de La Serena (http://www.abc.es/20120817/estilo-viajes/abci-carreteras-secundarias-casa-wolframio-201208162053.html). Incluyo sólo el texto.
El palacio de Las Poyatas que devino en sanatorio de tuberculosos nos subyugó de tal manera, gracias a Juan Gordillo y a Boby, su perro, que cuando nos quisimos dar cuenta el sol ya se había subido al cénit, y cuando se instala en esa azotea no hay quien le interpele: quema las fotografías, incendia el mundo y derrite la voluntad. ¿Será por eso que no triunfa la ética protestante y el genio del capitalismo en los países tropicales y adyacentes? Entramos en Puebla de la Reina porque la carretera se mete en ella. El río Palomillas tiene más de sediento ued africano que de otra cosa y como tal en agosto se parece más al pellejo reseco de una muda de serpiente por la que no corre ni gota que a otra cosa.

Como anota Wenceslao F. Olea Godoy en el prólogo al libro Acontecimientos, personajes y lugares de Valle de la Serena, escrito por su algo más que paisano Diego Godoy Vances, “la Historia, con mayúsculas, se hace en los pequeños hogares de los pequeños pueblos de un País. Ese aglomerado de muchas vidas sencillas y cotidianas es el que genera los grandes sucesos; cuando no son las que directamente los realizan”. No podía estar más de acuerdo, aunque sea más en el ámbito de los buenos deseos que en el de la realidad. Pero este recorrido por carreteas secundarias intenta al menos que se sepa de esas vidas al margen de la corriente principal. Por eso recalamos en lugares de los que apenas habíamos oído hablar salvo a través de amigos o familiares, o porque por vías insólitas llegó noticia de ellos a nuestro pupitre. Es así cómo encontramos la BA-113, de la que nos habló mi amiga Marta Nieto, y su envío, con materiales extraídos de la mina a cielo abierto de internet: “Mi abuela María Díaz me contaba cómo en la posguerra una de las maneras de encontrar sustento para ella y sus tres hijos (su marido estaba enfermo de tuberculosis en un hospital cercano) era acercarse a la mina cuando salían los camiones cargados de wolframio. Los baches del camino provocaban que se cayera mineral y ella recogía lo que se iba cayendo y lo metía en una cesta y en el delantal y luego lo revendía. El grupo minero San Nicolás explotó wolframio, bismuto y estaño desde la primera década del siglo XX hasta los años 90. Las labores estuvieron centradas en un conjunto de filones de cuarzo (filones 1, 2, 3, 4, 5, Blanes, Pinocho, San Nicolás-Tres Amigos y Fraternidad) con dirección NE-SO, E-O y N-S, con buzamientos muy pronunciados (85º S). Tienen corridas superiores a los 500 metros y potencias que varían entre el 0,4 y 1,5 metros, disponiendo de varias bocaminas y distintos niveles. Aún es posible reconocer algunas instalaciones de la planta de tratamiento, el poblado minero de Cerro Barbero, diversas escombreras y el majestuoso castillete de mampostería del Pozo Maestro. El acceso a la mina se efectúa mediante una pista de 2 kilómetros, cerrada a su entrada con valla metálica, que nace a 5.500 metros antes de llegar a Valle de la Serena procedentes de Puebla la Reina por la carretera BA-113. Fue con ocasión de las dos Guerras Mundiales y la de Corea cuando el wolframio, mineral abundante en sus yacimientos, llegó a ser muy cotizado y apreciado. Esto hizo que la población se triplicara llegando gente de todos los lugares buscando el preciado Oro Negro. Con el cierre de estas minas comenzó la emigración, que aún hasta nuestros días ha dejado mella”.

Con esos antecedentes avanzamos sigilosamente por la carretera que enlaza Puebla de la Reina con Valle de la Serena. Teníamos la referencia de una finca llamada La Osa, y por ese camino forestal nos fuimos, entre encinas, eucaliptus y alcornoques mientras en la radio del coche Johnny Cash insistía en que no tenía miedo de morir. Cercas, porteras, vallas… A la primera osa le sigue La Osa Menor, y a esta otra llamada Los Canchos de Medellín (en homenaje no a la que se ha cobrado la fama hogaño por asociaciones ilícitas, sino al original, que está cerca de Don Benito). Por el interior de una cerca vienen a indagar dos mastines sueltos, sin pastor. Seguimos hasta que la fe no da más de sí, y decidimos desandar el camino y hacer caso de la conseja de Marta: preguntar en el pueblo donde nacieron su abuela y su madre e intentar que un indígena nos acompañe… un día temprano por la mañana.

La suerte nos sale al encuentro en cuanto nos arrimamos a la barra de La Parada, el bar-restaurante-hostal que se echa encima del viajero (y del Alsa) en cuanto se atraca en el Valle de la Serena viniendo de Puebla de la Reina: hay que estar ciego para no reparar en sus dos plantas pintadas de verde aceituna chillón. Es como si Juan Manuel, El Tigre, pelo negro crespo sin apenas una cana, cara redonda y cordial, ojos vivos y un sempiterno palillo en la boca, nos estuviera esperando. Es nuestro hombre. Con él y con Cuqui, el dueño de La Parada, tomamos nota del pasado glorioso de Valle de la Serena (donde tarde aprenderemos que nació el prócer Donoso Cortés), cuando el dinero del wolframio corría a raudales, se jugaban fortunas a las cartas (“el dueño de un pozo se hizo rico tres veces y tres veces se arruinó”), y al padre del Tigre le llamaba La Loba porque volvía de noche de la mina y andaba siempre husmeando. A Juan Manuel Godoy le adjudicaron el suyo porque de pequeño un compañero de fatigas que acabó haciéndose peluquero, Canario, le desafió a que se midiera con otro, y se tiró de cabeza sin dudarlo y le arañó la cara. Cuenta El Tigre que precisamente algunos de los que enfermaron de silicosis en las minas o contrajeron la tuberculosis acabaron en el sanatorio de Las Poyatas, como Bilorto, un vecino de Valle de la Serena al que devoró la salud la enfermedad de los mineros. ¿Y como el abuelo de Marta? Casado y con tres hijas (dos casadas en el pueblo), El Tigre se quedó en paro hace unos meses porque la cantera de granito en que trabajaba de perforador desde hacía 17 años redujo su personal a la mínima expresión: “No se construye nada y no hay trabajo”. Se salva a base de chapuzas, y del huerto, que cultiva con primor a las afueras del pueblo.

Por las sierras de Lapa, Utrera y las Ortigas dejamos Valle de la Serena con la idea de volver a dormir dos días después, y de madrugar para ponernos en manos del Tigre. Tiramos hacia Don Benito por la EX-346, admirando inmensos campos de geometría variable, armónicos. Nos cruzamos, como ocurre con frecuencia por estas carreteras casi despobladas de coches, con ciclistas que se dan relevos y desafían el solazo de las tres de la tarde. Un gato muerto anuncia el río Ortiga. Para una ciudad como Don Benito, un cementerio monumental. Por la EX-106 buscamos Miajadas y salvamos el Guadiana, que en esta vega da gloria verlo: a él y a lo que se cultiva gracias a su agua. Maravillosos campos de tomates en sazón, de maíz que peina el viento y de arroz que verdea como si estuviéramos en Tailandia o en Camboya. En Ruecas nos acordamos de Buiza y del filandón con sus ruecas para no perder el hilo del relato. El río Ruecas es más río que otros muchos que presumen de lo que ni tienen ni dan. Él lo da todo al Guadiana y el mundo mejora.

Evitamos la autovía hacia Miajadas, y nos vemos haciendo eses por la EX-106 que la seca por encima como si dibujáramos con el fuste de la carretera principal el signo del dólar una y otra vez. Miajadas hace honor a su sobrenombre de “capital europea del tomate”. Por error del copiloto, como tantas otras veces, acabamos atravesando la ciudad de parte a parte. Pero gracias a eso nos cruzamos con un terrorífico cigüeñón en recuerdo de Alfred Hitchcock, un instituto dedicado a Gonzalo Torrente Ballester y un tomate monumental que parece una involuntario homenaje a Andy Warhol. El canal de Orellana corre con el agua a flor del brocal mientras, en una rotonda a la entrada de Almoharín, una mujer que parece venida de Europa del Este espera que alguien la contrate. La CCV-117 disfruta de escolta de higueras bien podadas y ovejas sentadas al frescor de los juncos. Tomamos un desvío inesperado a Montánchez (no aparecía en ningún mapa) y acabamos rodeando una montaña, nos asomamos a un valle que se pierde en la lejanía, echamos la Primitiva en el barbero y salimos de la villa señorial y jamonera por la calle del Obispo Senso.

La segunda salida hacia Valle de la Serena no es como la de Don Quijote, ni mucho menos, aunque el Seat Ibiza es tan dócil como Rocinante y a pesar del aire acondicionado que nos alivia de los rigores de agosto no es de mucho comer y prefiere el diésel a otras alfalfas más vitaminadas. Salimos de la casa de Bosco Esteruelas con cierto pesar, que también comparten Gimena y Guzmán, aunque su forma de exteriorizarla sea tan discreta como la de su amo. Es lo que tiene ser hidalgos de corazón, no de pechera ni de cuna. Como estamos decididos a ir esta vez por Arroymolinos, pasamos por el pueblo de Alcuéscar y en el cementerio le decimos adiós como los deudos a un difunto que acaban de dejar en el camposanto para que allí disfrute la primera parte de la eternidad. Por la EX-382 brillan los olivos gracias al sol poniente. Circulamos por la CCV-117 camino de Almoharín. A la a la entrada de Miajadas, subida a un poste de alta tensión vislumbramos por fin una cigüeña. Como si se hubiera quedado a vigilar la tierra que dejaron sus congéneres que han migrado como siempre por estas fechas. No todas. ¿Habrá sacado adelante a sus crías o habrá pasado lo mismo que en La Lapita? Anochece de prisa, la noche se come el día. Por eso volvemos a hacer trampas, aunque sea solo un tramo breve, hasta Villanueva de la Serena: desde el pasillo de la autovía, protegida como una cárcel o la propiedad privada, descubrimos un conjunto de silos sobrios, herméticos, armoniosos. Podría ser un museo de arte contemporáneo. Arte de vanguardia al servicio de la producción agropecuaria. Villanueva es una encrucijada. Optamos por la EX-347, hacia La Haba, y nos equivocamos. Carretera cortada. No será la primera. Hay muchas obras públicas paradas en las tierras de España. En el cielo crepuscular, una nube tiene forma de gran pájaro amenazador, blancuzco con vetas rojas en las garras y el pico, las herramientas de hacer sangre: una suerte de cigüeña que degeneró en pterodáctilo. “Por Magacela”, nos dicen. Ya es casi noche cerrada, y lo será del todo cuando acertemos a medias y a medias nos confundamos. BA-084, EX-348, EX-104, EX-118 y, por fin, BA-113. Cifras y letras que no reflejan el cansancio, la irritación de la conductora, la perplejidad del copiloto (maestro de cartografía que sacó el título copiando). Es decir: La Coronada, Campanario, Quintana de la Serena y –¡albricias!- Valle de la Serena, que como está en fiestas es un laberinto de cuestas cortadas por las que hay que callejear hasta dar con La Parada.

Madrugamos y El Tigre ya está al pie del cañón en la barra. Le acompaño en un recorrido que tiene algo de amanecer con amenaza de lluvia y la resaca de quienes han pasado la noche en vela. Los mejores churros los hace El Pelicano (Tigre lo pronuncia como si no fuera esdrújula, casado con La Pelicana, padres de Los Pelicanillos), el panadero. La música de La Fábrica sigue atronando la calle a pesar de que son las siete y media de la mañana. Los resistentes de la discoteca apuran los últimos minutos antes de ir a dormirla bebiendo, fumando y agotando las conversaciones. No es hora de metáforas, pero la Fábrica fue la principal industria del pueblo en los últimos años: no sólo vendía electrodomésticos, sino que la harinera también producía gaseosa. La herencia, con sus particiones, y la competencia con otras empresas del ramo, la han transformado en discoteca, bar, restaurante, cafetería… Mientras que El Pelícano, que se quedó con la panadería y la tienda parece el único que sigue haciendo cosas con las manos. Desnudo de cintura para arriba, nos entrega nuestra docena y media de churros recién hechos a La Parada. De chuparse los dedos.

Antes de emprender el camino de la mina con El Tigre, conviene recordar lo que cuenta Diego Godoy Vances en su Acontecimientos, personajes y lugares de Valle de la Serena: “Hay que resaltar la incidencia que aquí tuvo la cumbre hispano-alemana que tuvo lugar después de la Conferencia de Múnich (29 de septiembre de 1939) por la que Alemania continuaba con su ayuda militar al bando de Franco y en contraprestación recibía en España numerosas concesiones mineras, entre ellas la mina de los Tres Amigos, que ya pasaría a llamarse de San Nicolás, desde 1941 a 1945 ésta detentó su mayor grado de tecnificación y de producción, al mismo tiempo que surgió un mercado negro de mineral del que algunos aquí bien hicieron su agosto”. Juan Manuel Godoy no es familiar del historiador local, ya fallecido, pero corrobora que hubo varias fases en la vida minera del pueblo. La más beneficiosa fue la de entreguerras, con la explotación masiva de un mineral como el wolframio, que servía para fabricar munición y blindar carros de combate y navíos de guerra, y que interesaba tanto a Alemania (que no tenía minas) como al Reino Unido y sus aliados, que sí contaban con yacimientos. Los británicos tenían espías en la península para vigilar los negocios de la neutral España con el enemigo nazi, y al mismo tiempo destinaban fondos que atizaban el mercado negro: se pagaba mucho más por el mineral de estraperlo que el que se vendía legalmente. Para que no acabara en manos de Hitler y su maquinaria bélica. ¡Si hubieran llegado a saber los menesterosos de Valle de la Serena, como la madre de Marta, que su estraperlo era una forma de combatir contra Hitler, el amigo de Franco! Cuenta El Tigre que tres mineros, Paría, Tercero y Morales, fundaron una sociedad para vender parte del wolframio que extraían de la mina y contrabandearlo a Portugal. Dejaban el momio (donde estaba la veta) para más tarde, y lo sacaban cuando había seguridad de que no iban a ser descubiertos. Por eso acabó instalándose un cuartelillo de la Guardia Civil, “con dos parejas y sus familias, además de un cabo”. Recuerda El Tigre que a su padre, La Loba, lo pillaron un día con un amigo, José Peña, y le dieron una paliza en el cuartelillo. “Al final le regalaron una morcilla”. Cosas de la época.

Entramos por una pista de tierra que nos habría pasado del todo inadvertida y damos con los primeros edificios que hace tiempo devora la maleza, como el de la cantina. Todo es ruina. El más vistoso es el de las antiguas escuelas, aunque solo quedan las cuatro paredes, el dintel de entrada y las escaleras. Ni puertas, ni ventanas, ni tejado. A través de los vanos la vegetación lo llena todo. Ni rastro de las cantinelas infantiles. Porque aquí, recuerda nuestro improvisado guía, había todo un pueblo minero, con economato, casas para los mineros y los ingenieros, cuartelillo… En aquella época de esplendor venían a buscar trabajo desde Quintana de la Serena, Huelva, Córdoba, Portugal… Hasta mil habitantes llegó a sumar el censo de Las Colonias. Un territorio para la reconstrucción de la memoria industrial, minera, laboral… de un país en el que ahora mismo otros mineros tratan de doblarle el brazo al gobierno, una industria que hace tiempo parece que dejó de ser rentable. Entonces el wolframio, ahora el carbón.

De la Fuente de la Coja solo queda el chorro, pero no se ven las paneras donde las mujeres de los mineros lavaban la ropa La gente de Valle de la Serena venía a buscar agua. Todo lo ha cubierto la vegetación. En ese lugar se alza, majestuoso, un eucalipto más que centenario que ha bebido a placer del agua de la fuente de la Coja, un manantial que parece inagotable. “Tenía yo cuatro años y ya estaba así de grande”, recuerda El Tigre de cuando todavía era solo Juan Manuel. No muy lejos del manantial se encuentra la Charca, una de las construcciones más llamativas y que mejor han resistido el abandono: una presa donde se recogía el agua que mediante bombas se llevaba hasta los lavaderos de mineral. Ahora, la represa apenas contiene agua, y en ella se bañan de noche los jabalíes, y depredadores cangrejos americanos se han quedado con todo. Por pistas de tierra que casi nadie frecuenta, se llega al tinglado de las viejas cintas transportadoras de mineral (que ha sido cortada en frío, “con sopletes”, lo que acentúa el aspecto trágico, de arqueología industrial), los edificios donde se lavaba, donde se pesaba (El Tigre hace ademán de levantar una de aquellas talegas con las que apenas podía cuanto tenía 14 años: “pesaba un quintal”), la casa de Román García de Blanes, la familia de Mérida que se hizo con la concesión para explotar las minas… A Blanes, el gerente, como todo el mundo le conocía, le trató El Tigre (“la mina era todo para el”) hasta el final, las casas de los ingenieros… y el acceso al pozo número 1, en el que se puede entrar sin que ninguna verja lo impida y que, como todas las galerías, “desemboca en el Pozo Maestro. Toda está sierra, que se llama de Martín Pérez, está perforada de galerías. Iban abriendo túneles con explosivos, y muchos entraban sin esperar a que el polvo se depositase. Mi suegro murió a los 40 años, de silicosis. Mi padre, no”. La Loba esperaba al día siguiente para entrar. Sabía lo que se hacía.


Recuerda Juan Manuel Godoy que tras el fin de la guerra y su primer declive, la mina conoció un cierto renacimiento en los años cincuenta, con un repunte en el precio del wolframio gracias a la guerra de Corea, y todavía un penúltimo estertor a fines de los años sesenta. Una empresa cordobesa se hizo cargo de la explotación. Se dedicó a lavar las montañas de escoria, que están por todas partes, y llegó a conseguir “hasta quinientos kilos diarios”. El estrambote final lo pusieron unos avispados, que hace unos treinta años consiguieron una subvención del gobierno de Juan Carlos Rodríguez Ibarra. Se tendieron cables de energía eléctrica, se metieron máquinas, pero todo el invento “tuvo más de maniobra que de otra cosa”, dice El Tigre, y, como suele ocurrir, alguien se lo llevó crudo.

Para ser 15 de agosto, Día de la Asunción, el cielo está cubierto, y hace fresco. Una mañana perfecta para recorrer los caminos de la antigua mina de wolframio de Valle de la Serena, una alfombra de hojas secas de eucaliptus que cruje al andar. Salta una “chonchola” (una mirla) y se escucha a un pájaro carpintero hablando con los alcaravanes. ¿Estarán hablando de nosotros, los intrusos, o preguntándose por Alfanhuí? Juan Manuel se conoce estos caminos que recorrió de niño, con su padre, y de adolescente, con quienes le bautizaron Tigre, y de adulto. Le gusta andar solo por las sendas y coger criadilla jariega, una especie de trufa. Las descubre porque “la tierra se pone fina y quiebrajosa. La tierra se abre, y ahí están”. El Tigre se conoce cada vereda, cada grieta, donde se hundió una antigua galería, y cada planta: abulaga, coscoba, madroñera, lentisca, rua... Por pistas en las que hay rastro de jabalíes y de perdices llegamos al Pozo Maestro, donde confluyen, bajo tierra, todas las galerías. Solo queda el esqueleto del castillete, dos As mayúculas de mampostería, el último vestigio de una civilización que se perdió: “Peligro zona minera abandonada”.

Ahora es una finca de recreo. Pasamos ante los puestos de caza, marcados con plásticos de colores y un número: 15, 14, 13… Pertenece a los herederos de Juan Sánchez Cortés, ministro de Franco, el mismo que llevó a su suegro, el padre de Pascasia, su mujer, a que viera a un médico en Madrid y le tratara la silicosis… “La desgraciaron con el nombre”, dice El Tigre de la faena que le hicieron a su esposa cuando la cristianaron de tal modo. Por eso todos la llaman Paqui. Sufre un linfoma, y van luchando. El Tigre hace honor a su nombre, no se arredra, no se le despinta casi nunca la sonrisa de la boca. No hay guía mejor para recorrer el antiguo escenario de las minas que primero fueron de los Tres Amigos (porque eran tres los que cazaban en la zona. A uno se le acabó la munición. Echó mano de unos granos de color gris metálico, los metió en su escopeta de avancarga, y se funcionó. Se corrió la voz. Fundaron una empresa… y la acabaron cediendo a quien sabía de minas), luego Cerro Barbero, Martín Pérez, Minas Carpio, Minero Metalúrgica de la Serena… Según la zona, o el nombre de la empresa que se dedicaba a extraerle a la tierra sus riquezas, sus secretos. Hasta el de Minas de San Nicolás que ahora perdura, cuando ya nadie saca nada.

Cuando volvemos al pueblo es la hora de la misa de San Nicolás, la gran celebración de Valle de la Serena. La víspera, fuegos artificiales, cerezos efímeros, iluminaron la noche del pueblo. Sacan en procesión a la patrona, la Virgen de la Salud, “y se celebra la subasta de los brazos de la Virgen”, cuenta Juan Manuel. La cosa promete. Hacia allí nos vamos, siguiendo a las vecinas, que lucen sus mejores galas. Ante la fachada está formando la banda de jóvenes, chicos y chicas, pantalón azul, camisa blanca, y un raro aire europeo-oriental, flacos, y distraídos. Los más fieles sacan el paso de la Virgen a pulso mientras la banda rompe con el himno nacional y las campanas tocan a rebato. Tras dar una vuelta por la parte alta de Valle, plantan la imagen ante el templo y bajo un sol que ahora sí es de justicia, una vez despejadas las nubes y las dudas, se celebra la subasta. Una diaconesa con un megáfono oficia de maestra de ceremonias. Empieza diciendo que la Virgen “quiere” y “arropa a sus hijos”, para a continuación gritar: “¡Viva la Virgen de la Salud! ¡Viva la Madre de Dios! ¡Guapa, guapa, guapa!”. La subasta propiamente dicha empieza con el rosario que porta la imagen, “de cristal repujado en plata”. La puja llega a los 300 euros. Ninguna otra llegará más lejos, aunque todo lo que se subasta encuentra comprador. Trata de animar a la feligresía esta aprendiz de Christie’s con una nueva tanda de exclamaciones que culmina con un “¡más fuerte, que se oiga en el cielo!”, para proceder después, por pasos, a subastar “el brazo derecho delantero de la Virgen”, “el brazo central delantero de la Virgen”, “el brazo izquierdo delantero de la Virgen”… A los forasteros como nosotros, que no sabemos cómo interpretar esta versión hindú del catolicismo local, esta Virgen que parece pretender el sincretismo con la diosa Kali, y a una devota venida de fuera y que parece atragantársele lo que apunta herejía, nos tranquiliza El Tigre: “Se refiere a los brazos que portan el paso, no a los brazos de la Virgen. Se compra el derecho a portar la imagen”. Todos respiramos aliviados. De nuevo a los acordes del himno nacional, soplado con más desgana que fidelidad, devuelven a la imagen al interior de la iglesia, y la gente se disuelve en busca del aperitivo, que es 15 de agosto, una de las fiestas que mas resplandecen de España.

Tras despedirnos efusivamente de Tigre, emprendemos una retirada táctica, no sin antes aprovechar su postrer servicio. Visitar a Modesto Berdud Horillo, en su casa, justo detrás de La Parada. Uno de los últimos mineros que quedan en Valle de la Serena, y con la mente intacta. No nos hace de introductor de embajadores Juan Manuel Godoy a quien todo el mundo conoce como El Tigre porque no se lleva bien con el antiguo minero (“sí con su mujer, y con sus hijos. Pero no con él”). No indagamos. Nos da la venia Isabel Valor, que está sentada en el patio, antiguo corral, con las persianas bajadas y el abanico en la mano. Ambos nacieron en Valle de la Serena, él, Modes, hace 89 años; ella hace 86. “Mi vida es una historia larga”. Más que la de ella, que también querrá contar: siguió los pasos de su marido a la ciudad alemana de Colonia, trabajó como limpiadora en “la Posta” (el servicio de correos), tuvo a su cargo a casi una decena de empleadas (“la mayoría de ellas alemanas, que me respetaban y querían”), les enseñó a hacer calceta y fue feliz hasta que un ataque de nervios mal curado le granjeó la invalidez antes de tiempo.

“Mi vida es una historia larga”. Eran diez hermanos. Cuando estalló la guerra civil, cinco estaban en el frente: “tres con los rojos, dos con los nacionales”. Él era el mayor de los que se quedaron en casa. Con 17, recién terminada la contienda, le enviaron a Portugal a comprar víveres para vender en España. A los 19 entró a trabajar en la mina, donde un hermano se empeñaba en las galerías. Tras un tiempo en el lavadero, “que era un trabajo fácil”, se enteró de un secreto. Por eso convenció a su hermano para que le colocaran en la galería. Su hermano intentó por todos los medios disuadirle, porque no solo era mucho más duro, sino más peligroso. Pero consiguió persuadió. “Me había enterado de que había mineros que robaban a la empresa, y que pagaban más el wolframio de estraperlo que el legal”. Si en Valle de la Serena daban hasta 70 pesetas el kilo, en Plasencia ya eran 500, y mucho más al otro lado de la frontera. Era un argumento de peso. Pero fue lo bastante hábil para que no le pusieran en el equipo de perforadores, sino en el de vagonetas… “Para no respirar todo el tiempo el polvo que provocaba tantos enfermos de silicosis… Y para poder sacar la mercancía de contrabando”. Fueron dos años muy productivos. “Nosotros éramos jornaleros, peones… Gracias a ese trabajo tan bueno pudimos hacernos con una finquita y hacernos labradores”. Se enteró entonces, gracias a otros vecinos de la Serena que le habían precedido, que en Alemania no solo había trabajo, sino que pagaban y formaban a la gente. A comienzos de los sesenta emigró. Y tampoco le fue mal. Pasó más de veinte años trabajando en “la Renfe alemana, en el centro de distribución de paquetes de Colonia”. Este antiguo minero al que la necesidad llevó a robar a la empresa para la que trabajaba, gracias a que el Reino Unido potenció un mercado negro para que el wolframio no llegara a manos de Hitler, acabó encontrando trabajo en la Alemania Federal que surgió tras la derrota nazi y la división del país. Ahora él y su mujer disfrutan en Valle de la Serena, adonde regresaron en 1985, de las generosas pensiones alemanas, y de los 13 años que cotizó aquí. Tienen cuatro hijos, divididos entre España y Alemania, y siete nietos en tres países. El final de la historia nunca está escrito. Pero sí sabemos que de aquella mina no quedan más que ruinas devoradas por la maleza. Y que son vestigios de una civilización.


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