Cuando, no hace muchos meses, fueron expuestas a la pública curiosidad, en una vitrina comercial de Cáceres, muestras del codiciado metal amarillo, intenté reunir y publicar algunos datos, acerca de las relaciones, más o menos curiosas, que existen entre el oro y Extremadura. Era una ocasión propicia, y sólo circunstancias que no viene a cuento, me hicieron desistir de aquel propósito. Hoy, cuando asistimos, emocionados y expectantes, a la mayor contienda guerrera que han visto los siglos; cuando nos damos a pensar en las causas económicas y sociales de la gigantesca lucha, y, vislumbramos entre negras brumas de tormentas que el oro ha influido en las mismas, viene a mi mente, otra vez, el recuerdo de tan endemoniado metal. Porque, ¿cómo ha de calificarse a un cuerpo simple, origen de tantas y de tan universales querellas?
Existe, además una cuestión -ya casi dilucidada por completo- en la que interviene Extremadura, en relación con el oro. Se trata de un aspecto de carácter de los extremeños, hombres de carne y hueso, al fin y al cabo, y, por ende, pecadores como el resto de los mortales. Dicha cuestión batallona ha dado origen a una leyenda infamante, con visos de causalidad lógica. A los extremeños, a los españoles, todos, se les considera como poseídos de un tal modo, por la llamada sed de oro, o fiebre amarilla, que en éstos, y no en otros cimientos de mayor nobleza, se ha pretendido fundamentar por algunos historiadores la obra ingente de la conquista americana. Pasaré por alto la historia y la reputación de tan poco caritativa tesis. Mi tarea será más Humilde quedar sentada la verdad de que los extremeños, aunque conocen, trabajan y usan el oro, desde los tiempos prehistóricos, lo aman, y lo tienen en estima, desde luego, que ello no puede ser negado, mas que esta inclinación, se orienta en sentido bueno y honesto, no en forma de avaricia, ansia de dominio o afán de poderío, como les achacan los mal intencionados. Procuraré aclarar las cosas, para que no haya duda acerca de mi demostración.
Comenzaré por algunas notas históricas. ¿Fue nuestro territorio productor de oro en los tiempos fabulosos de Ofir y tartessos? A mi juicio, sí. Tengo en favor de tal afirmación, de una parte, al célebre tesoro de Aliseda; de otra, las huellas de laboreo de ciertas minas señaladas por los técnicos de algunas localidades extremeñas.
De todos es conocida la fama de aurífero que daban al Tajo los romanos. Existen, además, muchas consejas y leyendas acerca de los tesoros extremeños, hallados o sin hallar, que se refieren a sitios en los cuales existen evidentes restos de poblados o fortalezas prehistóricas.
Citaré, únicamente, un refrán sencillo, que hace alusión a un tesoro escondido en un castro a orillas del río Tozos: "Cuando el río Tozos crece, el gato de oro bebe".
¿Quién no recuerda el famoso hallazgo de Aliseda? A mi buen amigo, el sabio y modesto profesor de Historia, señor Orti Belmonte, se debe la salvación de los restos.
Sobre él, dijeron ya muchas cosas los arqueólogos, y, hoy, es una de las piezas más valiosas e importantes, por su arte depurado y arcaico, de la Sala Áurea del Museo Arqueológico Nacional. Si en lugar de ser encontrado en Cáceres, se hubiera desenterrado en otra parte -y esta es carta a nuestro favor- estoy seguro, de que inmediatamente se hubiera organizado alguna poderosa Sociedad Anónima para seguir buscando cosas en el sitio de su emplazamiento. Aquí nos quedamos todos tan quietecitos "aún estamos orgullosos de que haya emigrado al museo de Madrid, para ser en él digna muestra de nuestro amor al ORO”.
De paso, no estará de más dejar dicho que, en la técnica de las Alhajas de Aliseda, se reflejan las que los artesanos de toda la provincia, llamados oribes, emplean en la confección de las actuales. No todas, ciertamente, sino solamente algunas: la filigrana, el granulado y el hilillo. Perdieron la del repujado, lo que tiene una racional explicación que no debo dar ahora. Lo cierto es que el oro se sigue obteniendo y trabajando en nuestra provincia. Pueblo hay como Montehermoso, que todavía avecinda los "aureanos" lavadores de arena. El río Alagón pasa por terrenos auríferos. Su acción disgregadora, y la de sus afluentes, unida a la sedimentaria, son causa de que luego de ciertas avenidas y depósitos subsiguientes, los montehermoseños vayan a sus márgenes a ganarse un pequeño jornal. Pequeño, muy pequeño; pero jornal al fin. Para darnos una idea de su rudo y monótono trabajo, baste decir que en el Rhin se precisa remover siete millones de kilogramos de arena para obtener un kilogramo de oro. Es lógico suponer una proporción análoga en nuestro caso. Luego, hace siglos, que aquí se sabe lavar arenas. Es más, ahora se aplica este proceso a la obtención del wolfram. Es algo tradicional en Cáceres. El oro así obtenido lo adquieren los oribes, que saben fundirlo y trabajarlo. Fabrican luego las curiosas y también tradicionales alhajas de rancia prosapia extremeño-leonesas: gargantillas con colgantes de galápagos; veneras o cruces; pendientes de las más variadas y pintorescas formas y tamaños; pulseras, anillos, rosarios... Curioso y entretenido por demás es el trabajo de estos artesanos. en la mesa, frente a la luz directa, se agrupan las herramientas, los materiales y utensilios: laminadoras, hileras, lámparas, sopletes, soldadores, pinzas, martillos, etc.. Sus manos experimentadas se mueven rápidas y seguras, y las diversas piezas van saliendo, en serie, para ser agrupadas primero ordenadamente y montadas luego. He dicho en "serie" y conviene insistir: porque a esta manera de trabajar nuestros artesanos, más vieja que Matusalén, se ha dado en llamar invento de naciones industriales. No; ellas habrán inventado otras cosas. Pero el trabajo en serie es conocido y practicado entre nosotros desde hace miles de años. ¡A cada uno lo suyo!
Por tanto, si aquí se extrajo y se trabajó y se usó el oro desde los tiempos prehistóricos, ¿es alguna cosa extraordinaria que los extremeños, al llegar a las tierras descubiertas por Colón, lo buscaran y lo recogieran? Muchas leyendas, muchas falsedades y muchas envidiosas reticencias tenemos que aguantar de los que nos critican, como si fuera un crimen esta afición al oro, y hasta la dan por base de la conquista. El español -dicen algunos- y el extremeño en particular -afirman otros- tiene tal prisa por enriquecerse rápida y cómodamente, sin trabajar, que arriesga gustoso la vida por hacerlo. Suponiendo que el arriesgar la vida no sea un gran trabajo, que ya es suponer, me parece que la actuación de los extremeños en América no fue cosa de juego. Y está ello archidemostrado. Solamente el puritanismo de los necios, que suponen tontos a los demás para mejor provecho suyo, puede afirmar que se extienda a todo un pueblo los casos particulares de verdadera codicia. ¡Bonita manera de razonar!
Pero vamos al fondo de la cuestión, y veremos si en este fondo existe alguna prueba en contra de tan poco caritativa leyenda. ¿Para qué quisieron y quieren el oro los extremeños? Fácil es contestar a esta pregunta. Nos bastará asistir, con espíritu observador a una fiesta en no importa que pueblecito, incluso humilde y pobre: romerías, bodas, bailes, corros, paseos. Las mozas han sacado del arcón las ropas mejores: los pañuelos de seda, los multicolores refajos, las medidas de lana blanca o azul. Se han peinado con todo primor y lucen -que aquí si que está bien empleado el vocablo las preseas de oro con las que realzan su hermosura. Si buscáis, pues, oro en Cáceres, en Extremadura, en España, aquí, en estas y bullangueras reuniones de gente joven, encontraréis los objetos preciosos fabricados con él. He conocido casos curiosos: la casa rica, a la que faltó la hija joven, presta las "cosas" de oro a la muchacha pobre y amiga, para que las "lleve" en la fiesta. Que para eso quieren el oro los extremeños: para que se adornen con alhajas las novias, las madres, los santos patronos, las vírgenes, las Iglesias.
Porque si entramos en las parroquias, en las ermitas, en las catedrales, vemos, al frente, el altar mayor. Como el resto de los otros altares, está magníficamente adornado.
Sigamos dentro de la iglesia. Se celebra el corpus y el Altar brilla iluminado por mil luces, adornado con preciosas flores. Las juncias y el tomillo alfombran y aroman los suelos. Los sacerdotes visten los mejores ornamentos, recamados de oro y sedas. La Custodia es como un sol que nos deslumbra. Es de oro, de plata sobredorada. O como era un pueblín de las Hurdes, de madera ¡dorada! Que para dar culto a Dios quieren el oro los extremeños y no para fines perversos. ¿A qué insistir?
Termino con una nota pintoresca. Cuando las iglesias de nuestros conventos quedaron abandonadas, ocurrió, más de una vez, que ejércitos extranjeros, ocupantes ocasionales de tierra española, la tomaron por cuarteles. Aquí en Cáceres, con un motivo de tal clase, fueron quemados por los ocupantes los retablos de la iglesia de San Francisco, a fin de sacarles el oro. No quedó uno en pie, a pesar de ser su valor artístico muy superior al intrínseco del oro que los adornaban. Pero aquellos "civilizados" huéspedes no vacilaron en destruir la riqueza espiritual, para llevarse, si es que supieron obtenerla, la riqueza material. ¿Para qué querían el oro los amigos?
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